lunes, 18 de agosto de 2014

Mis confesiones sobre la depresión, Robin Williams y Candy Candy

Como el tema de la depresión se puso tan de moda a raíz del suicidio de Robin Williams, llegó el momento de sincerarme. Así, en redes sociales como hace todo mundo hoy en día. Solo que voy a hacerlo en forma anónima para mantener un poco el recato.  Este texto lo compartí originalmente en Facebook solo para mis contactos, pero pensé que valdría la pena ponerlo aquí para que otros también pudieran leerlo, si es que resultaba de interés.

Bueno, el asunto es que yo fui un niño deprimido. Sí, al estilo de Candy Candy, Remi y sus contemporáneos. No incluyo a Heidi porque la verdad es que ella paseó mucho, no le fue tan mal y hasta tomaba leche de cabra. Tampoco incluyo a Marco, porque siempre lo odié y los que me conocen mejor saben por qué. La verdad es que fui un niño deprimido. La depresión me acompañó gran parte de mi adolescencia (tal vez toda, pero tampoco voy a ser tan ingrato), y también una parte de mi vida joven-adulta. Me había acostumbrado tanto a estar deprimido que ya era parte de mi normalidad. Los patrones que se traen desde niño son así de difíciles de romper.

La depresión no es sinónimo de tristeza. Para los que no han pasado por esto, se vuelve algo difícil de comprender. Me da risa cuando alguien dice "¡ya me deprimí!" como si la cosa fuera una gripe. Porque no lo es.

Bueno, ¿y qué es la depresión? Cuando era niño, salía a los recreos en la escuela y caminaba alrededor de los pasillos y contaba las vueltas que daba hasta que tocaban la campana para regresar al aula. Me sentaba en la sala de mi casa por horas para ver por la ventana unos árboles muy bonitos que estaban a lo lejos. Cuando era de noche, extrañaba a la gente que no podía tener cerca y los extrañaba y los extrañaba y los extrañaba. Los adultos decían que yo era un niño muy maduro para mi edad porque me sentaba en la mesa con ellos a verlos hablar y me reía cuando ellos se reían y me callaba cuando ellos hablaban. En la escuela, también compartía con mis compañeros; me reía cuando ellos se reían y callaba cuando ellos hablaban. A menos que me diera un berrinche, porque esos eran de dimensiones épicas. Cuando estaba contenido, yo era como un espejo para los demás y a mí me daba lo mismo.

También me acuerdo que me costaba levantarme, no comía, lloraba a solas, a diario. Y leía y leía y leía y leía. Leer no tenía nada de malo, al contrario, me llevaba a lugares donde me podía escapar, en medio de esos cuentos maravillosos que siempre terminaban bien; y ya en la adolescencia, leía cómics y veía a estos personajes perseverantes que creían que las cosas podían estar mejor y nunca se daban por vencidos. Mientras tanto, en la vida real, la gente pasaba y yo la veía como a través de un cristal. Sin poderme acercar y sin querer hacerlo, tampoco. Yo era un gran espectador.

Todavía de niño y cuando ya empecé a acercarme a la adolescencia, me di cuenta que me había convertido en un bicho raro. En ese momento sí que me detuve frente al espejo y no me gustó lo que vi. Entonces opté por el camino lógico, me iba a convertir en otra persona. Me puse a estudiar a un compañero del colegio, a ver sus movimientos, su forma de hablar, su comportamiento e hice lo imposible por convertirme en él. Por supuesto, el pequeño stalker en mí no llegó muy lejos en este proyecto porque no resulté ser tan buen imitador como pensaba, pero sí tuve un pequeño logro: pasé de ser un muchacho deprimido disfuncional, a ser ser un muchacho deprimido funcional.
El mundo se convirtió en un gran escenario y yo estaba interpretando mi mejor papel. Sí, hice muchos amigos. Pero al final del día, lo que hice fue convertirlos a ellos en personajes de esta pequeña obra que les estaba interpretando. Mis relaciones de la adolescencia no fueron fuertes, no por culpa de ellos tengo que aclarar, sino por la forma en que yo las construí. Por supuesto, hubo algunas excepciones, pero creo que ni yo mismo las tengo tan claras. Mis relaciones con ellos eran también de cuento, estaban más basadas en mi imaginación que en la realidad. Mi imaginación no era un mal lugar después de todo. En fin, no es ninguna sorpresa que del todo no conserve amigos de mi infancia y no muchos de mi adolescencia. De hecho, los amigos que me quedan de esa época son gente que vine a conocer realmente después.

Ya de joven adulto me tocó reprogramarme por completo para poder salir de ese estado que, curiosamente, era el único que conocía, pero estaba claro que no me encantaba. Quería y necesitaba cambiar el canal. O más bien, botar el tele y comprar uno nuevo. Fueron años de trabajo con el proyecto que más me ha costado en la vida, pero no me quejo porque al final quedé satisfecho con el resultado. Ya no hay depresión y aunque ha apuntado a querer volver en uno que otro momento, la he mantenido a raya. Digamos que la reconozco y la veo venir, con su cara amarga y sus tentáculos llenos de tinta que se quieren filtrar en cada uno de mis rincones. A veces le doy una probadita, como quien dice, "por los viejos tiempos", pero después la mando de vuelta por donde vino.

Esta experiencia de tantos años me ha dado una perspectiva particular frente a la demás gente. Me resulta relativamente fácil reconocer a una persona que está deprimida o que está en vías de caer en una depresión. Frente a esta situación, digamos que he desarrollado tres maneras de enfrentar el problema.

La primera es la opción heróica, en la que me acerco a esa persona, la escucho, le permito que se desahogue, no la juzgo y le doy mi apoyo. Por mucho tiempo siempre opté por esta primera opción, pero esto es algo agotador y le puede robar a uno la paz cuando uno está salvando a veinte personas a la vez, de veras. Por esta razón es que con el tiempo digamos que desarrollé las otras dos opciones para enfrentar situaciones de este tipo.

Así llegamos a mi segunda opción de abordaje, que es simplemente hacerme el loco y no prestar atención, no responder a las indirectas, ni permitirme caer ante la tentación de querer salvar al mundo. Sí, ya me había dado cuenta que no era Superman y que no iba a poder con todo.

En caso extremo también llegué a adoptar un tercer camino, el cual es cerrar la puerta por completo ante esta persona que necesita ayuda pero que del todo no quiero ayudar.

Dicen que soy muy tajante y es cierto. Como no soy católico, no conozco la culpa, pero digamos que para fines de este pequeño ensayo, voy a tratar de explicar mis razones: Una persona que está deprimida no es necesariamente mejor persona que otra por el solo hecho de estar sufriendo de este mal. Una persona deprimida también puede ser cruel, insensible al dolor ajeno y, por su misma condición, pueden convertirse fácilmente en un vampiro emocional. Entiéndase que detesto a los vampiros emocionales. A estos les cierro la puerta con candado, y si no entienden por las buenas, los mando a conversar con la señorita Rottermayer.

A mi entender, apoyar a alguien por lástima no les hace ningún bien. Es mejor que lo haga alguien que realmente los quiera. O sino, déjenle el trabajo a los profesionales: psicólogos y psiquiatras. Hay personas deprimidas que están tan acostumbrada a provocar lástima, que se nutren de ella y no se esfuerzan por salir adelante, lo cual los termina consumiendo aún más en su depresión. Porque dejémoslo claro, para salir de una depresión no solo hay que contar con el apoyo de quien se tiene alrededor, sino que también hay que querer salir adelante y hay que esforzarse. No es como una gripe, que se va sola. No. Hay que hacer un esfuerzo. Un esfuerzo enorme. Y nadie lo puede hacer por uno.

Entre las cosas que he leído estos días, vi un artículo que decía que un simple gesto podía salvar a una persona de llegar al extremo de quitarse la vida. No estoy tan seguro que esto sea tan cierto. Se requiere mucho más que una sonrisa y un gesto amable para que una persona que va por ese camino de desesperación sienta que en su vida hay luz y que puede seguir adelante. Para que una persona rompa con una depresión necesita mucho apoyo (no solo una sonrisa), idealmente también necesita ayuda profesional y definitivamente debe querer salir de ese lugar. Una sonrisa es como una limosna para una persona que vive en la calle: no hace ni cosquillas porque no le va a cambiar la vida.

Para realmente ayudar a una persona en depresión hay que involucrarse en su vida, hay que querer a esa persona, y también hay que quererse a sí mismo para no llevarse a un punto de desgaste en que no le va a servir ni a la otra persona ni a sí misma. Al menos esa es mi impresión. Y bueno, voy a seguir enfatizando en la ayuda profesional. Si a uno le duele un diente va al dentista. Si le duele el corazón (no el músculo, claro está), ¿a dónde cree que debería ir?

En fin, no pensé que esto llegara a ser tan largo. Tenía el temita dando vueltas desde hace días y necesitaba dejarlo por escrito en algún lugar. Si alguien llegó hasta aquí, excelente, espero que le haya sido de provecho. Y sino, pues gracias igual por acompañarme en este recorrido de Candideces y Heidadas. Bye.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario