miércoles, 24 de septiembre de 2014

Lluvia y rayos

Anoche cuando íbamos para la casa estaba lloviendo mucho, había rayería y la calle estaba bastante atascada y oscura. Con cada relámpago se iluminaba el cielo y retumbaba un eco detrás del sonido constante y ensordecedor del agua. El tráfico casi no se movía; se notaba que los conductores estaban haciendo su mejor esfuerzo por seguir adelante, pero la visibilidad era tan pobre que no se distinguían ni las líneas de la calle, ni la orilla que daba a aceras o a pequeños barrancos. El viaje no era sencillo y, aún así, yo estaba en el paraíso.

Hay algo en las noches oscuras llenas de agua y luces relampagueantes en el cielo que me refrescan por dentro. Son emocionante y creo que también son un poco mágicas. En esos momentos todo a mi alrededor se convierte en un espectáculo épico que me recuerda la fuerza de la naturaleza. Siento que soy pequeño ante el poderío de un rayo o que soy tan inmenso que tengo el don de disfrutar la tormenta con tanta intensidad; no estoy muy seguro de cuál de las dos sensaciones es la que impera, pero creo que las dos me resultan válidas, cada una a su manera.

Siempre he escuchado a la gente quejarse de la lluvia, que los rayos los asustan, que no les gusta conducir con temporal. Para mí es extraño porque yo lo disfruto tanto que ni el tránsito me molesta. El agua tiene ese poder en mí, supongo, y esa mezcla de oscuridad y luz resuena en mi interior. Lo demás ya no cuenta. Ya nada importa.

Después de días con tanta presión y falta de ánimo, un espectáculo así me carga las baterías. Se me hace difícil de explicar, pero es como si se lavaran las preocupaciones y corrieran por la calle junto con el agua, para desaparecer en los alcantarillados y fueran a dar tan lejos de mí. De pronto no importa la frustración que siento todos los días, ni la insistencia majadera de tantas personas, ni la vigilancia continua de cómo digo o hago las cosas. De pronto no importa nada, solo los rayos que iluminan el cielo oscuro y lo hacen resplandecer; y el agua que cae a chorros sobre el parabrisas que casi siento correr sobre mi rostro.

El agua fluye, siempre fluye, y me causa una cierta envidia porque quisiera ser como ella y fluir, ir hacia nuevos lugares, adaptarme, escapar, en medio de un espectáculo que celebra desde la inmensidad del cielo hasta el poder cada cada una de las gotas que caen despiadadamente, sin que nada les importe, sin ninguna preocupación. Lo único que me llevaría es al amor de mi vida, mi eterno compañero, que sé que iría conmigo hasta el fin del mundo. Lo demás no debería importarme, solo debería fluir.

En fin. Mucha gente se conmueve con un arco iris, se sienten inspirados y flotan en nubes color rosa cuando se pinta uno en el cielo. Yo consigo esa misma fuerza, y mucho más, por medio de una noche lluviosa y relampagueante. Supongo que todo depende de la naturaleza de cada quien.

Hace unos meses vi un meme en Facebook que mencionaba un término que no conocía: "pluviophile". No lo había visto antes así que lo busqué en Internet y vi que esa palabra simplemente no existía, pero que se había vuelto bastante popular recientemente; esas cosas de las redes sociales. De todas las tonteras que uno ve en Facebook en un día cualquiera, esta va a ser una de las que me han resultado más relevantes. Tanto así que lo voy a pegar aquí abajo.

La definición me resulta tan encantadora que merece ser traducida:

PLUVIÓFILO: (S) Amante de la lluvia; persona que siente alegría y paz emocional durante los días lluviosos.

Por lo demás, hoy ha estado bastante nublado, tanto así que imaginé que se iba a reventar el cielo al mediodía, pero eso no sucedió. Así que espero que a la salida, la noche nos reciba con lluvia y relámpagos, y caiga tanta agua que parezca que el mundo va a desaparecer.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Lunes de Catarsis


Estoy consciente que este blog ha dado un giro hacia el lado negativo de la vida. De pronto soy pesimista, veo el vaso medio vacío y el lado oscuro de la Fuerza se apoderó de mí. No me voy a excusar, recientemente tomé este espacio para hacer catarsis. Es más barato que pagar psicólogo y, con la ilusión de que alguien me está leyendo, pues resulta tener un efecto bastante similar. Así es como me volví una persona anónima, como tantas que hay allá afuera, y cuento mis intimidades a los cuatro vientos del Internet con total impunidad. Es sabroso. Si nunca lo han hecho, les recomiendo que lo hagan. Eso si es que me están leyendo. Y si no me leen, lo cierto es que ustedes se lo pierden, jeje. Ya me dijo la última psicóloga que me vio, después de algunas pruebas, que yo tenía un fuerte Narciso.  Me hizo gracia porque sé que eso es verdad. Y como Narciso que soy, pues tampoco lo vi como algún rasgo que tuviera que cambiar. Al contrario. Me llenó de orgullo.

Pero volviendo al tema, porque me estoy yendo por las ramas, el tono negativo que pueden ver aquí simplemente responde a cómo me siento. Refleja lo harto que estoy de mi trabajo y la alta frustración que me provoca. No es la primera vez que esto me sucede, viene como en ciclos. Con la diferencia que ahora mi entorno ha cambiado tanto que no sé si este ciclo va a terminar o si me voy a tener que ir de aquí para poder recuperarme. El asunto es que desde hace como un año estamos trabajando en largas mesas donde tenemos menos de metro y medio para cada uno, no hay paredes ni cubículos que nos separen a unos de otros y somos tantos que ni siquiera sé cuántas personas somos en este espacio. Es la maquila moderna y yo no nací para esto. Realmente no sé si alguien nació para tener que trabajar en un ambiente así. Tengo clarísimo que yo simplemente, no. Me toca sentir los olores de los que sienten al lado mío, no tengo privacidad, tengo prohibido tener hasta una foto en el escritorio. Esto es tan deshumanizado que todavía no logro entender cómo todo se fue al carajo así de rápido. Y esta es solo la punta del iceberg. Hay mucho más. Desde intrigas de trabajo que vienen y van, hasta decisiones gerenciales que dan risa. Es como un circo, pero sin ninguna gracia.

Como comprenderán, los lunes me resultan aplastantes. Hoy armé el meme que ven arriba, un poco de humor negro resulta gratificante para arrancar un día que, además de todo, ha sido tan ajetreado y agotador. En mi área falta una persona que renunció y pasó a mejor vida, literalmente, y los otros cuatro estamos ahogados en trabajo. Nos dicen que prioricemos esto y aquello, pero a final de cuentas igual hay que hacerlo todo. Hoy no he tenido un respiro, pero ya, agotado, decidí dejar la maquila y escaparme por aquí hacia la blogosfera. 

Lo bueno es que Jorge y yo nos vamos de vacaciones por todo un mes (sí, teníamos vacaciones acumuladas), empezando de este viernes en ocho. Ya no falta tanto. Pero lo que crece en mi interior ese deseo monstruoso de no regresar nunca más. Se los juro.

viernes, 19 de septiembre de 2014

Las Sillas Locas

Hoy tocó jugar a las sillas locas en este divertido lugar. Sí, me refiero al trabajo. A una la descendieron de puesto, pero con mucho farafarachín para que parezca que le hicieron un favor.  A otra que no sirve para nada pero que siempre cae de pie, le dieron el puesto de la que fue descendida. Mientras tanto, muchas lloraban, otras planeaban una fiesta de despedida y algunas se quedaban con cara de "¿tengo que estar triste?" ¿Para qué novelas si tenemos este drama a diario?

Resulta curioso que cuando estas situaciones se dan en un espacio tan abierto, generan un desconcierto general, cuando en un lugar con un poco más de privacidad, pues la vida continuaría de una manera casi normal. Aquí es como espectáculo público. Así, mientras a unos les dan la noticia en suma confidencialidad, los mensajes de texto y los chats llueven por todo lado, contándonos lo que acaba de suceder. Horas después, sí, HORAS DESPUÉS, llega el comunicado oficial explicando la situación, con un aburrido tono políticamente correcto, y sin ninguno de los adornos que la gente le ha ido incorporando a lo largo de la tarde. Entiéndase que algunas horas son suficientes para conocer hasta el color del calzón de la que lloraba. Nada supera al correo de las brujas.

Por mi parte, y como me está tocando ver todo desde la gradería, pues me siento como viendo la repetición de una serie que ya vi y que nunca fue muy buena. Cambian los actores, la salinidad de las lágrimas y la fecha del calendario, lo demás sigue siendo igual. Así es como pasan los días en estos lugares donde nadie vale nada y todos ponen cara de mucho valor.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Confesiones de Oficina

En el trajín de todos los días, aquí la gente corre y corre, acomodándose a políticas de empresa que son cada vez más ridículas, haciendo piruetas para que les cuadren los presupuestos y pidiéndole a la gente que hagan todo rápido y más rápido y mucho más rápido.

Yo los veo y me río por dentro. No, no me importa, me dejó de importar cuando pensaron que éramos un mueble más, con medio metro de espacio vital cada uno, donde uno respira aire ya respirado y percibe olores que se deberían reservar a la intimidad. Eso es lo que sucede cuando uno tiene gente tan cerca que si uno extiende los brazos podría tocar a dos personas a la vez. No, no hay ni siquiera una pared fantasma que nos separe a unos de otros, donde uno pueda esconderse si quiere tratar de concentrarse o, por último, pretender que uno es una persona y no parte de un rebaño.

Por eso me da risa cuando se me acercan con cara de "haga más." No. No voy a hacer más porque no quiero, porque no se lo merecen y porque me llevaron a un gran punto de "no me importa." Por aquello, no, tampoco me preocupa que me despidan. La época de andar asustado por cada ronda de despidos ya pasó. Ahora es algo normal, a cada rato andan despidiendo personal, contratando gente más barata que después tienen que volver a despedir, para rogarle al que echaron en primer lugar que porfis vuelva. La gente también se ríe de eso. A veces me preocupa por aquellos que tienen deudas y más compromisos económicos, pero dichosamente ese no es mi caso. Yo lo que veo es solo un gran circo, de esos que se están enclochados y con payasos frustrados que ya no hacen gracia.

Supongo que este es el mejor ejemplo de cómo se deshumaniza una empresa y cómo la respuesta del personal responde a la manera como es tratado. La apatía es fuerte. Todos pretenden (o debería decir, "pretendemos") sonreír y actuar de manera muy correcta, pero todo es de la boca para afuera. La voluntad de muchos ya zarpó hace mucho. El tiempo en este lugar es solo una pausa que uno hace en la vida para generar dinero. La vida está afuera y todos lo dicen y lo saben.

Me levantaría y les daría un aplauso de pie a quienes dan las directrices. Curiosamente, todos me verían. Como estamos en un espacio donde la privacidad se extinguió hace mucho, todos se enterarían y se asustarían por el atrevimiento de expresar lo que realmente pensamos. Digo "pensamos" porque este pensamiento es siempre compartido pero nunca expresado abiertamente. Se habla en voz baja, entre pasillos, en chats, entre chistes y sarcasmos, que se han convertido en la forma de comunicación infalible.

Esta sería una gran lección para quienes deberían de aprenderla, pero para ellos es más fácil creer lo que quieren creer. Apoyados en esas intimidantes encuestas donde la gente dice solo mentiras porque es sabido que la confidencialidad de esos documentos es solo un mito. Y ante semejante fantasma, ¿quién va a decir la verdad? Ni tontos que fuéramos. Así es como no hay lección. No hay aprendizaje. Y todo se está yendo a la porra.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Escribiendo para sobrevivir


Ayer, mientras revisaba el Facebook casi que en forma automática, me encontré con un artículo del Huffington Post que hablaba sobre lo bueno que es para la salud el escribir un poco todos los días. Hablaba de lo liberador que podía ser y, bueno, tiene su lógica, al escribir uno no solo procesa las ideas, sino que las ordena y hasta les encuentra alguna resolución. Supongo que es un asunto de estructura. Uno ve varios argumentos, los analiza y después busca resolver el problema.

Y todo esto que acabo de poner suena tan profundamente aburrido.

La verdad es que siempre me ha gustado escribir y por un tiempo lo he tenido bastante descuidado. Lo debería retomar. Sí, mi trabajo consiste en escribir, pero la publicidad supongo que no cuenta, después de todo es comunicación vacía, sin alma. Compre, compre, compre, sea más joven, sea feliz como una perdiz, viva como los ricos y toda esa babosada. La publicidad es uno de los males de nuestra época y, por una mala decisión de cuando era muy joven, estudié una carrera que me parecía muy ingeniosa y terminé siendo parte de un engranaje frío y desconsolador, trabajando en un lugar que parece una maquila con mesas largas y un espacio vital tan pequeño que todo el día respiro el aliento de las personas que tengo a mi lado. Triste, ¿verdad?

Lo cierto es que no escribo esto para causar lástima sino para sacar toda esta frustración que me acompaña todos los días en este horrible lugar. Supongo que si le doy forma de palabras a esta historia, mis sentidos estarán más alertas para despertar con alguna idea que me saque de aquí. No sería ni la primera ni la última vez que dejo la publicidad. Ya he hecho cambios drásticos, pero a medida que pasa el tiempo también voy dejando atrás parte de la osadía juvenil que me caracterizada. Claro, no estoy muerto, y mientras viva soy dueño de lo que me pase. Bueno, no lo controlo todo, no soy omnipotente, pero hay decisiones que sí caen en mis manos. Todos los días cuando me levanto decido venir a este lugar, no es por inercia, es una decisión que tomo todos los días. Supongo eso de que cada día llegue más tarde tiene un mensaje no muy oculto que digamos.

En todo caso, sigo buscando una respuesta. Tengo clarísimo que no me va a caer del cielo en forma de una señal y ni "Dios" ni "El Secreto" me van a dar la solución, eso me toca a mí. Por cierto, qué fácil la tiene alguna gente simplemente desentendiéndose del problema y esperando la solución mágica. Pero bueno, ese no es mi caso. A mí toca pensar. Pensar bastante.

Mientras tanto, escribo.

UPDATE:

Estaba tratando de arreglar el contador del blog que no está funcionando bien y en eso vi que me llegó un correo de Threadless. Lo que vi me hizo tanta gracia que tuve que agregarlo a este post:


lunes, 18 de agosto de 2014

Mis confesiones sobre la depresión, Robin Williams y Candy Candy

Como el tema de la depresión se puso tan de moda a raíz del suicidio de Robin Williams, llegó el momento de sincerarme. Así, en redes sociales como hace todo mundo hoy en día. Solo que voy a hacerlo en forma anónima para mantener un poco el recato.  Este texto lo compartí originalmente en Facebook solo para mis contactos, pero pensé que valdría la pena ponerlo aquí para que otros también pudieran leerlo, si es que resultaba de interés.

Bueno, el asunto es que yo fui un niño deprimido. Sí, al estilo de Candy Candy, Remi y sus contemporáneos. No incluyo a Heidi porque la verdad es que ella paseó mucho, no le fue tan mal y hasta tomaba leche de cabra. Tampoco incluyo a Marco, porque siempre lo odié y los que me conocen mejor saben por qué. La verdad es que fui un niño deprimido. La depresión me acompañó gran parte de mi adolescencia (tal vez toda, pero tampoco voy a ser tan ingrato), y también una parte de mi vida joven-adulta. Me había acostumbrado tanto a estar deprimido que ya era parte de mi normalidad. Los patrones que se traen desde niño son así de difíciles de romper.

La depresión no es sinónimo de tristeza. Para los que no han pasado por esto, se vuelve algo difícil de comprender. Me da risa cuando alguien dice "¡ya me deprimí!" como si la cosa fuera una gripe. Porque no lo es.

Bueno, ¿y qué es la depresión? Cuando era niño, salía a los recreos en la escuela y caminaba alrededor de los pasillos y contaba las vueltas que daba hasta que tocaban la campana para regresar al aula. Me sentaba en la sala de mi casa por horas para ver por la ventana unos árboles muy bonitos que estaban a lo lejos. Cuando era de noche, extrañaba a la gente que no podía tener cerca y los extrañaba y los extrañaba y los extrañaba. Los adultos decían que yo era un niño muy maduro para mi edad porque me sentaba en la mesa con ellos a verlos hablar y me reía cuando ellos se reían y me callaba cuando ellos hablaban. En la escuela, también compartía con mis compañeros; me reía cuando ellos se reían y callaba cuando ellos hablaban. A menos que me diera un berrinche, porque esos eran de dimensiones épicas. Cuando estaba contenido, yo era como un espejo para los demás y a mí me daba lo mismo.

También me acuerdo que me costaba levantarme, no comía, lloraba a solas, a diario. Y leía y leía y leía y leía. Leer no tenía nada de malo, al contrario, me llevaba a lugares donde me podía escapar, en medio de esos cuentos maravillosos que siempre terminaban bien; y ya en la adolescencia, leía cómics y veía a estos personajes perseverantes que creían que las cosas podían estar mejor y nunca se daban por vencidos. Mientras tanto, en la vida real, la gente pasaba y yo la veía como a través de un cristal. Sin poderme acercar y sin querer hacerlo, tampoco. Yo era un gran espectador.

Todavía de niño y cuando ya empecé a acercarme a la adolescencia, me di cuenta que me había convertido en un bicho raro. En ese momento sí que me detuve frente al espejo y no me gustó lo que vi. Entonces opté por el camino lógico, me iba a convertir en otra persona. Me puse a estudiar a un compañero del colegio, a ver sus movimientos, su forma de hablar, su comportamiento e hice lo imposible por convertirme en él. Por supuesto, el pequeño stalker en mí no llegó muy lejos en este proyecto porque no resulté ser tan buen imitador como pensaba, pero sí tuve un pequeño logro: pasé de ser un muchacho deprimido disfuncional, a ser ser un muchacho deprimido funcional.
El mundo se convirtió en un gran escenario y yo estaba interpretando mi mejor papel. Sí, hice muchos amigos. Pero al final del día, lo que hice fue convertirlos a ellos en personajes de esta pequeña obra que les estaba interpretando. Mis relaciones de la adolescencia no fueron fuertes, no por culpa de ellos tengo que aclarar, sino por la forma en que yo las construí. Por supuesto, hubo algunas excepciones, pero creo que ni yo mismo las tengo tan claras. Mis relaciones con ellos eran también de cuento, estaban más basadas en mi imaginación que en la realidad. Mi imaginación no era un mal lugar después de todo. En fin, no es ninguna sorpresa que del todo no conserve amigos de mi infancia y no muchos de mi adolescencia. De hecho, los amigos que me quedan de esa época son gente que vine a conocer realmente después.

Ya de joven adulto me tocó reprogramarme por completo para poder salir de ese estado que, curiosamente, era el único que conocía, pero estaba claro que no me encantaba. Quería y necesitaba cambiar el canal. O más bien, botar el tele y comprar uno nuevo. Fueron años de trabajo con el proyecto que más me ha costado en la vida, pero no me quejo porque al final quedé satisfecho con el resultado. Ya no hay depresión y aunque ha apuntado a querer volver en uno que otro momento, la he mantenido a raya. Digamos que la reconozco y la veo venir, con su cara amarga y sus tentáculos llenos de tinta que se quieren filtrar en cada uno de mis rincones. A veces le doy una probadita, como quien dice, "por los viejos tiempos", pero después la mando de vuelta por donde vino.

Esta experiencia de tantos años me ha dado una perspectiva particular frente a la demás gente. Me resulta relativamente fácil reconocer a una persona que está deprimida o que está en vías de caer en una depresión. Frente a esta situación, digamos que he desarrollado tres maneras de enfrentar el problema.

La primera es la opción heróica, en la que me acerco a esa persona, la escucho, le permito que se desahogue, no la juzgo y le doy mi apoyo. Por mucho tiempo siempre opté por esta primera opción, pero esto es algo agotador y le puede robar a uno la paz cuando uno está salvando a veinte personas a la vez, de veras. Por esta razón es que con el tiempo digamos que desarrollé las otras dos opciones para enfrentar situaciones de este tipo.

Así llegamos a mi segunda opción de abordaje, que es simplemente hacerme el loco y no prestar atención, no responder a las indirectas, ni permitirme caer ante la tentación de querer salvar al mundo. Sí, ya me había dado cuenta que no era Superman y que no iba a poder con todo.

En caso extremo también llegué a adoptar un tercer camino, el cual es cerrar la puerta por completo ante esta persona que necesita ayuda pero que del todo no quiero ayudar.

Dicen que soy muy tajante y es cierto. Como no soy católico, no conozco la culpa, pero digamos que para fines de este pequeño ensayo, voy a tratar de explicar mis razones: Una persona que está deprimida no es necesariamente mejor persona que otra por el solo hecho de estar sufriendo de este mal. Una persona deprimida también puede ser cruel, insensible al dolor ajeno y, por su misma condición, pueden convertirse fácilmente en un vampiro emocional. Entiéndase que detesto a los vampiros emocionales. A estos les cierro la puerta con candado, y si no entienden por las buenas, los mando a conversar con la señorita Rottermayer.

A mi entender, apoyar a alguien por lástima no les hace ningún bien. Es mejor que lo haga alguien que realmente los quiera. O sino, déjenle el trabajo a los profesionales: psicólogos y psiquiatras. Hay personas deprimidas que están tan acostumbrada a provocar lástima, que se nutren de ella y no se esfuerzan por salir adelante, lo cual los termina consumiendo aún más en su depresión. Porque dejémoslo claro, para salir de una depresión no solo hay que contar con el apoyo de quien se tiene alrededor, sino que también hay que querer salir adelante y hay que esforzarse. No es como una gripe, que se va sola. No. Hay que hacer un esfuerzo. Un esfuerzo enorme. Y nadie lo puede hacer por uno.

Entre las cosas que he leído estos días, vi un artículo que decía que un simple gesto podía salvar a una persona de llegar al extremo de quitarse la vida. No estoy tan seguro que esto sea tan cierto. Se requiere mucho más que una sonrisa y un gesto amable para que una persona que va por ese camino de desesperación sienta que en su vida hay luz y que puede seguir adelante. Para que una persona rompa con una depresión necesita mucho apoyo (no solo una sonrisa), idealmente también necesita ayuda profesional y definitivamente debe querer salir de ese lugar. Una sonrisa es como una limosna para una persona que vive en la calle: no hace ni cosquillas porque no le va a cambiar la vida.

Para realmente ayudar a una persona en depresión hay que involucrarse en su vida, hay que querer a esa persona, y también hay que quererse a sí mismo para no llevarse a un punto de desgaste en que no le va a servir ni a la otra persona ni a sí misma. Al menos esa es mi impresión. Y bueno, voy a seguir enfatizando en la ayuda profesional. Si a uno le duele un diente va al dentista. Si le duele el corazón (no el músculo, claro está), ¿a dónde cree que debería ir?

En fin, no pensé que esto llegara a ser tan largo. Tenía el temita dando vueltas desde hace días y necesitaba dejarlo por escrito en algún lugar. Si alguien llegó hasta aquí, excelente, espero que le haya sido de provecho. Y sino, pues gracias igual por acompañarme en este recorrido de Candideces y Heidadas. Bye.

martes, 25 de febrero de 2014

La Bella Durmiente: Hermosa, maravillosa voz y cero inteligencia.


Las tres hadas madrinas llegaron y le dieron tres regalos mágicos a la recién nacida:

1. Belleza
2. Una preciosa voz.
3. Y, después que Maléfica llegó y le puso un poco de sal y pimienta a esa fiesta aburridísima con un simpático maleficio para Aurora, fue entonces que la tercera hada usó su regalo mágico para cambiar un poco la maldición, para que dicha princesa cayera dormida en vez de muerta, una vez que se punzara el dedo con un uso.

Lo más terrible de esta historia es que a ninguna de las hadas se le ocurrió regalarle INTELIGENCIA a la pobre criatura.  Ciertamente le hubiera sido útil.  Pero no. Mientras Aurora fuera bonita y supiera cantar, ¿para qué iba a necesitar otra virtud?

Si uno es un poco más optimista, podría pensar que el tercer regalo iba a ser precisamente ese, pero que debido a la emergencia, el hada tuvo que ingeniárselas para contrarrestar de alguna manera la maldición.  Pero lo cierto es que nadie extrañó que la inteligencia no viniera en ninguno de los paquetes.  ¿Para qué la iba a necesitar si de todas formas ya era una linda princesita?

Aurora, definitivamente no demostró ser muy inteligente cuando decidió casarse con un muchacho que apenas conoció en el bosque, con el que compartió una canción y probablemente algo más.  No nos hagamos los tontos, ya con Aurora hay suficiente; el príncipe y nuestra princesa incógnita se encontraron en medio del bosque mientras ella alucinaba con las voces de animales que bailaban y jugaban con ella.  A mí se me hace que hay una parte de la historia que Disney no nos contó.  Imagínense la escena:  dos jóvenes adolescentes en medio del bosque se gustan y están totalmente solos...  En fin, después de un amorío torrencial y probablemente un rápido calambre que no duró más de cinco minutos, Aurora y Felipe decidieron casarse.  Bueno, para ser justos, no lo decidieron en el sentido de que lo conversaron y llegaron a un acuerdo, no, cada uno por su lado quedó con esa gran determinación en mente.  Al menos algo tenían en común:  el tomar decisiones rápidas, impulsivas y muy poco pensadas.  Dichosamente (o por simple ironía del destino), Aurora, desde su nacimiento ya estaba comprometida con ese muchacho así que digamos que ese amor estaba predestinado.  Corazoncitos, corazoncitos.  No importaba que no supieran nada el uno del otro, que no conocieran sus gustos e intereses.  Para el caso, Aurora era bonita y sabía cantar, ¿qué más le podía pedir Felipe a la vida?  Dicen las malas lenguas que ese mismo príncipe se había comprometido con Blanca Nieves, pero esa ya es otra historia.

Una vez que Aurora cayó presa del maleficio, las tres hadas decidieron que la mejor solución era poner a dormir a todo el castillo y a todo el pueblo también. Porque, por supuesto, la vida no podía continuar si la princesa estaba en coma. No, nadie podía vivir sin la princesa que nunca habían conocido.  Así de poco importantes eran las personas de ese pobre pueblo, cuya única dicha eran las alegrías de su monarquía que vivía felizmente en su palacio,  mientras ellos eran simplemente los "plebeyos".  Sí, así es como se refieren a ellos en la película, eso no lo estoy inventando yo.

Todos sabemos cómo termina la historia. Maléfica se muere atravesada por una cruel espada, (esa es definitivamente la parte más triste de la historia, casi lloro), Aurora se casa con el príncipe, y toda una generación de niñas (y algunos niños), crecimos estupidizados con ideas sobrevaloradas en cuanto a la belleza y la voz.  Espero que en algún lugar se haya levantado alguna niña y haya dicho que no quiere ser una princesa estúpida, que ella quiere ser inteligente.

En fin, esta historia es una triste, muy triste historia, de cómo una muchacha es muy bonita y todo el mundo gira alrededor de ella.  De un amor predestinado y un uso neuronal bastante pobre.  La historia tuvo un final feliz porque Disney supo donde cortarla.  Por supuesto, en la boda.  Los días que prosiguieron fueron menos emocionantes.  El canto interminable de Aurora, día tras día, semana tras semana, terminó por aburrir al Príncipe Felipe, que cada vez pasaba más tiempo fuera del palacio.  Cada noche, Aurora le contaba a su esposo las largas conversaciones que había tenido con los pajaritos y como no entendía nada de los asuntos de palacio.  Risa.  Risa.  LOL.  Ella reía y pestañeaba mientras él, que sí había tenido una educación adecuada, la observaba y se preguntaba qué estaba haciendo con una mujer tan tonta.  Los bebés no tardaron en llegar.  Hubo fiestas para presentarlos en sociedad, pero en esas ocasiones no hubo una Maléfica que les pudiera dar alguna emoción en la vida.

Fin.